Landa
Esta carta forma parte de una serie de notas recogidas tras un viaje a través de la península ibérica por carreteras secundarias, desde Galicia a Pirineos
Llego al Hotel Landa con el coche cubierto de arenisca y polen. Me bajo sudoroso y con la ropa sucia y polvorienta, como un cowboy que acaba de atravesar la llanura.
Landa es un oasis rodeado de cipreses que aislan esta isla de reposo de la autopista, el polígono y los campos de cultivo que lindan con el extrarradio de la ciudad de Burgos. Camino hacia recepción y me paro ante un viejo Land Rover aparcado frente a la torre de piedra. Tal vez otros aventureros han parado aquí hoy o tal vez es parte del atrezo. Un Tesla me pasa silencioso por delante y vuelvo a despertar ante la realidad de los huéspedes que pasan por aquí. Me avergüenza dejar mi equipaje al botones, aunque más aún cederle las llaves del coche para que lo aparque. Mi humilde turismo de clase obrera que ya va por su tercer dueño.
El personal es eficiente hasta la excelencia, firme en su protocolo y sus ritmos y aún así se muestran naturales y cálidos, como esos actores que llenan de su propia verdad a sus personajes, y lo digo con absoluta admiración. Todo está bien, todo es posible, todo es canto de sirena.
Por el pasillo que da a mi habitación saludo a dos mujeres que parecen limpiar el polvo del mobiliario en un acto que se me antoja más performativo que funcional. Visten un traje aparentemente tradicional aunque resulta curioso que su hermoso tono de piel delate que han venido del otro lado del Atlántico. Mi agotamiento y cada descubrimiento en este lugar hacen de esta una experiencia extrañamente onírica.
La habitación es barroca, amplia. Suelo curtido de cáñamo, baño rojizo y marmoleado, cama rotunda, paredes rosadas y cortinas generosas con motivos florales. Dejo en un sillón mi equipaje y me asomo al balcón que da al jardín y a una piscina cubierta donde, tras una generosa ducha, anhelo liberar mis huesos de todo el peso del viaje.
Una pareja descansa en las hamacas, él sale y entra de la piscina, ella, embarazada, lee un libro con desdén. El conservatorio tiene una estructura gótica de piedra caliza enlazada con cristal por el que desfilan las nubes. Entre las decoraciones de metal en espiral se cuela la luz del atardecer. Me hago con un rincón y dejo mi toalla y un libro en la hamaca. El agua de la piscina está tibia. Nado lentamente boca arriba mientras se escucha el canto de las golondrinas, que revolotean inquietas de un lado al otro del jardín. Tal vez se avecina tormenta. La pareja duerme en su hamaca con toda una vida por delante, por ahora en pausa. Todo está bien, todo es posible. Llega un matrimonio de edad avanzada, su acento delata su origen mexicano. Se sumergen en la piscina mientras yo salgo. Saborean las mieles de toda una vida ya vivida. Todo está bien para ellos, todo es posible. Yo me encuentro justo en la mitad de mi camino y para mí hoy, al menos, todo está bien, todo es posible.
Por la mañana recorro los rincones de Landa. Siento todavía que todo es sueño. Me hago con una sala de sillones y abro mi portátil para dejar algunas notas del viaje. El desayuno incluye un juego de mermeladas y voces británicas, panecillos y mantequilla suntuosa. El té me despierta ante mis planes. Me esperan varias horas de asfalto para alcanzar la montaña que, tras mi paso por Landa, Querido Sancho, se me antoja estará habitada por gigantes.
En portada: Hotel Landa, autor desconocido
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