La llanura rugía cada mañana con el sonido de los motores de los Tiger. Los hangares, con sus viejas estructuras de chapa albergaban a decenas de muchachos que llegaban de distintos rincones del mundo. El americano se había habituado al el olor a aceite y lona en los barracones, el eco de las órdenes en los altavoces, el frío y la neblina que rodeaba la pista al alba y el velo rojizo que despedía el día al ocaso. Estaba ajustando su mono cuando, junto al hangar, vio a otro joven intentando desesperadamente encajar su paracaídas.
El muchacho maldecía, luchando con las correas.
—¿Necesitas ayuda?
El muchacho levantó la vista. Tenía el rostro anguloso, los ojos vivos y cara de desconcierto.
—¡Vaya! Debo parecer un novato de primera, ¿eh?. Me llamo Billy, Billy Hayes. Sí, agradecería algo de ayuda antes de que la situación empeore y acabe atado como un pavo en Navidad.
John agarró el Arnés y en un par de movimientos consiguió ajustar las correas.
—John Matthews.
Billy lo miró de arriba abajo. Era un joven bajo pero robusto, de cabello rubio y rizado.
—Encantado, John. Si vuelas como ajustas estos trastos, estaré encantado de tenerte a mi lado ahí arriba.
Durante aquellos días de formación John y Billy se convirtieron en inseparables. Volaban juntos cuando los instructores lo permitían, repasaban los manuales al anochecer en el comedor, y se cubrían las espaldas en las primeras prácticas de navegación.
Cada noche libre, en el bar del aeródromo, se vivía como si fuese la última, aunque con la esperanza de un futuro mejor, más allá de la guerra. Con una copa de Scotch, bajo la música de Glen Miller, los aviadores trataban de olvidar el signo de los tiempos.
—Cuando todo esto termine, Matthews, pienso volver aquí, compraré un avión y me dedicaré a cartografiar media Inglaterra. Le compraré a mi madre una granja y la sacaremos adelante junto a mi hermana.
Las semanas en Sywell pasaron entre vuelos, charlas en el barracón y paseos por los campos en busca de la atención de las campesinas locales.
John y Billy aprendieron a leer el cielo juntos. Jóvenes, de mundos distintos, se encontraron en los cielos de Sywell aquellos años y forjaron una amistad que la guerra fortalecería aún más hasta volverse inquebrantable.
Aquel día amaneció gris y lluvioso en Biggin Hill. Las nubes avanzaban como un rebaño en estampida, movidas por un viento elevado que dejaba un ligero sabor a salitre en los labios.
Los P-51 estaban alineados en la pista, sus fuselajes brillaban pletóricos gracias al rocío de la noche. El ruido de los motores calentándose llenaba el aire como un eco de tempestad. John y Billy caminaban juntos hacia sus aviones mientras fumaban el último cigarro.
—¿Listo para otro paseo por el infierno? —dijo Billy, ajustando su casco.
John le miró, intentando sonreír, pero una extraña rigidez en el rostro se lo impedía.
—Solo promete que volverás para pagarme el dinero que me debes.
Billy sí sonrió, y le dio un leve empujón en el brazo.
—He vuelto de misiones peores, Matthews. Y, aunque me retrase, debido a una serie de desafortunados infortunios, siempre pago mis deudas, amigo mío.
El escuadrón despegó en formación, atravesando el muro de nubes. El rugido de los Merlin se mezclaba con el silbido del viento. Los aviones se sacudieron al elevarse pero enseguida todo se calmó. Era un espectáculo verlos salir uno detrás de otro y alinearse en formación.
La misión: escoltar a los bombarderos en un ataque profundo sobre Leipzig.
Por radio, las voces sonaban con grano y temblor. Cada comunicación era concisa y al grano, para evitar pérdidas y confusiones:
Formación enemiga. Doce. Vienen desde el sol.
Unos diez segundos después el cielo se llenó de cazas que se movían como avispas furiosas al romper su formación. El espacio aéreo era un torbellino de ráfagas, humo y gritos por la radio. John vio cómo Billy se lanzaba tras un par de Fw 190 que iban directos a por bombardero. Lo siguió de cerca, dispuesto a cubrirle, tal y como habían practicado en sus formaciones en Sywell.
Billy disparó con certeza, los proyectiles impactaron en el enemigo y uno de los aparatos se desintegró, cayendo al vacío en una espiral de fuego y humo. Pero en ese mismo instante, el segundo 190 logró colocarse a la cola de Billy con una maniobra endiablada.
John gritó por la radio:
¡Billy, rompe! ¡Rompe ya!
Billy trató de evadirlo con varios movimientos y consiguió evitar las primeras ráfagas con maestría. John consiguió ponerse en cola y destrozar el 190 en pedazos pero cuando se separó pudo ver que era demasiado tarde. Las trazadoras alemanas alcanzaron el fuselaje del Mustang de Billy y el humo brotaba del motor mientras el avión se inclinaba hacia la derecha en caída libre. John lo siguió impotente hasta que las nubes se lo tragaron. Descendió, arriesgando ser alcanzado por las baterías antiaéreas, pero no consiguió avistarlo. La ciudad estaba en llamas, era como encontrar una aguja en un pajar.
Los bombarderos llegaron a su objetivo y volvieron a casa tras varias escaramuzas. Como siempre muchos menos de los que partieron. Al aterrizar, John permaneció un rato en la cabina, el motor ya apagado, aislado por el sonido de la lluvia en el cristal. Comunicó las coordenadas donde Billy había desaparecido pero sabía que las posibilidades de supervivencia suponían un verdadero milagro.
27 de octubre de 1944
Biggin Hill
Inglaterra
Querida señora Hayes:
No sé cómo comenzar estas líneas porque ninguna palabra que pueda escribir logrará aliviar el peso que habita en su corazón. Aun así, deseo contarle cuánto significó Billy para mí y para todos los que tuvimos el honor de servir a su lado.
Conocí a Billy en Sywell cuando ambos éramos solo dos críos con el mismo sueño: surcar el cielo y formar parte de algo mayor que nosotros mismos. Desde el primer momento supe que Billy era un muchacho especial. No solo por su habilidad natural para el vuelo, sino por su espíritu generoso y su actitud, que iluminaba nuestros días más negros.
En combate, Billy era el hombre en quien todos confiábamos. Siempre dispuesto, siempre el primero en alzar la voz para levantar nuestro ánimo cuando el miedo amenazaba con paralizarnos. Nunca hubo un piloto más valiente ni un ser humano más noble.
El día que le perdimos, Billy salvó vidas. Sin pensarlo, se lanzó tras un caza enemigo que iba directo a un bombardero. Gracias a él, aquellos hombres regresaron a casa. Su último acto fue el de un verdadero héroe, digno de la naturaleza de su carácter.
No hay palabras para describir lo que se siente al ver caer a un amigo. Pero quiero que sepa que Billy no cayó solo. Se llevó nuestro respeto, nuestra gratitud y todos los buenos recuerdos que compartimos con él.
Hoy, al escribir estas líneas, el cielo está cubierto de nubes, y el viento trae el aroma del Atlántico tierra adentro. En cada vuelo, siento como si Billy aún nos acompañara desde lo alto, tan libre como siempre había sido, antes de ser llamado por Dios nuestro señor.
Quiero pedirle disculpas por no poder acudir al servicio en memoria de Billy. Misiones de carácter imperativo en aquellos aciagos días impidieron mi presencia. Prometo visitarla en cuanto me sea posible, si usted me lo permite.
Por favor, reciba mi más profundo pésame y todo mi afecto. Si alguna vez puedo serle de ayuda, no dude en escribirme. Espero poder estrechar su mano pronto y compartir con usted no solo el dolor, sino también la alegría de mis días con el que, para mí, ha sido el mejor de los amigos y al que siempre consideraré un hermano.
Con respeto, le saluda atentamente,
John William Matthews
2nd Lt., 8th Fighter Command
United States Army Air Forces
Era una soleada pero fría mañana de abril. El ambiente en la base tenía un sabor distinto, uno que John no había conocido en todos aquellos años: la guerra estaba llegando a su fin y eso lo teñía todo de un aire crepuscular. El cielo parecía aquel día más limpio.
John se despertó antes del amanecer, ya sin el eco de las voces en los barracones. Aquella sería la última vez que recorrería aquel lugar, la pista, los hangares de chapa, que habían sido su hogar durante tanto tiempo. Se tomó el último Scotch en la barra del bar y pidió al camarero llevarse la botella.
Caminó despacio hacia su Mustang, el mismo que había pilotado en las últimas misiones. El avión estaba allí, inmóvil y silencioso. Pasó la mano por el fuselaje, por el morro, por las letras gastadas de su nombre pintado bajo la cabina. Cada mella en el metal tenía una historia digna de ser contada.
“We did it, partner. You are an stubborn son of a bitch...”
El viento de la mañana agitaba las banderas a media asta. Los pocos soldados y aviadores que quedaban por allí se movían en silencio, cargando el petate, cruzando tímidamente las miradas. Todos llevaban en los ojos el cansancio de la guerra, heridas invisibles que ya nunca les abandonarían y la esperanza tímida por el mundo nuevo que se intuía en el horizonte.
El C-54, designado para el transporte de oficiales de regreso a Estados Unidos encendió sus motores, el rotundo sonido que anunciaba la vuelta a casa. John se sentó junto a la ventanilla y, mientras el aparato empezaba a rodar por la pista, echó un último vistazo al aeródromo, a la torre de control, al suelo que tantas veces había visto desaparecer bajo sus alas. Abrió la botella y tomó un trago a morro.
Cuando el avión despegó y ganó altitud, el paisaje de Inglaterra se extendió como un tapiz tejido por una anciana. John apoyó la frente en el cristal y dejó que los recuerdos lo inundaran: el rugido de los Merlin, la mueca de Billy en la cabina vecina, los oscuros cielos de Francia, los incendios y las columnas de humo bajo sus pies, los días de lluvia en los barracones y la música de Miller en la noches de alivio con la unidad.
El silencio de la cabina era rotundo. Sin radio, sin órdenes, sin disparos. Solo el zumbido constante de los motores y el ritmo sereno del regreso.
Junio, 2020
El viejo veterano coloca solo lo necesario en su bolso de mano: una muda, un viejo diario de cuero y el pequeño ramo de amapolas que había comprado esa mañana, envuelto con cuidado en papel. Su hijo se ha ofrecido a llevarle pero prefiere ir solo.
La aldea está a más de dos horas en coche. Un lugar diminuto en el mapa, una tierra salpicada de granjas que parece haber sido olvidada por los nuevos tiempos. El camino serpentea entre colinas suaves y campos de cultivo, cubiertos de un verde imponente y árboles frondosos, cuyas copas tienden a unirse sobre la estrecha carretera.
Mientras conduce, John siente cómo los recuerdos se agolpan. Cada curva, cada paso por un pequeño pueblo, son un eco de aquella Europa que había sobrevolado tantas veces. Mira los cielos y, por un instante, se transporta a la cabina del Merlin, con los dedos tocando suavemente el stick. Con un leve movimiento el aparato se desplazaba con elegancia, sin resistencia, tan gentil con el piloto, tan placentero que era fácil olvidar que uno estaba a punto de entrar en combate.
El coche pasa por un viejo puente de piedra. Un cartel de madera reza: Wheatley Hollow. John detiene el coche a un lado de la carretera y al salir un viento cálido le asalta, los pájaros cantan en los setos y un perro ladra a lo lejos. Saca de la guantera un mapa arrugado y lo despliega para asegurarse que ha llegado al lugar indicado. A lo lejos puede divisarse la torre de la iglesia. Seguro, lanza el mapa al asiento y reanuda la marcha. Unos minutos después aparca junto al muro de piedra, apaga el motor y se queda unos segundos en silencio.
El camposanto es modesto, un prado a un costado de la iglesia con hierba alta y lápidas inclinadas, casi vencidas y erosionadas por el paso implacable del tiempo. Aquí, entre los vivos y los muertos, en una tarde de calima, el tiempo parece haberse detenido.
John se para frente a una lápida de piedra gris. El musgo ha empezado a conquistarla, pero la inscripción que mira al cielo aún se puede leer:
2nd Lt. William "Billy" Hayes
1922 - 1944
"He gave his all"
Se inclina e hinca la rodilla. Su mirada es profunda, empañada por lágrimas que se abren camino hasta la línea de su mandíbula.
“Hola, Billy. Cuánto tiempo, amigo mío…”
Saca el pequeño ramo de amapolas y lo coloca al pie de la lápida. Su mano, temblorosa, acaricia el borde erosionado y aleja la hierbas que la rodean.
“Por fin he podido encontrarme con tu hermana después de todos estos años. Es una mujer encantadora… He conocido a tus sobrinos. Se parecen a ti. Tienen un espíritu luchador, propio de su tío. Estarías orgulloso de como cuidan de su madre y como llevan la granja.”
John se sienta en un banco de madera, bajo la sombra de un encina. Observa los campos de cultivo a lo lejos. El viento mueve las ramas de los árboles como un susurro. Por un instante, cierra los ojos y parece escuchar la voz de Billy en la radio.
El sol empieza a descender lentamente. El viejo veterano se levanta con esfuerzo, se cuadra para honrar la memoria de su amigo con un leve movimiento de su mano hacia la sien y se despide con un toque en la piedra, mientras suspira emocionado.
“Hasta pronto, hermano. Guárdame un sitio allá arriba. Me debes una apuesta y pienso cobrármela, tarde o temprano…”
John William Matthews fue uno de los aviadores más eficaces de la RAF, con más de 30 victorias confirmadas. Tras la guerra de Corea fue asesor en la Marina durante más de 25 años, cuando decidió retirarse y comprar una granja en Montana. Visitó en varias ocasiones a la familia de Billy Hayes, con la que mantuvo correspondencia con asiduidad y a los que ayudó en tiempos de necesidad.
Falleció a los 101 años, pocos meses después del fallecimiento de su mujer Cara, dejando 4 hijos y 6 nietos.
Miles de jóvenes de distintas clases sociales y de los lugares más dispares y remotos del mundo se encontraron a principios de los años 40 en los aeródromos de Inglaterra con la esperanza de hacerse mejores pilotos y combatir la amenaza nazi.
Este humilde relato ha sido escrito tras mi visita a Sywell y mi experiencia de vuelo en un P51, una de las obras humanas que más cerca ha estado de la perfección en cuanto a la relación entre ingeniería y diseño y que fue determinante para terminar con la guerra.
Sentí la necesidad de escribir esta ficción en honor a aquellos hombres (y mujeres) que dieron su vida y ofrecieron lo mejor de sí mismos en las horas más oscuras. Mi admiración y mi respeto ha crecido en en estos días en los que he visitado innumerables camposantos de la Commonwealth, que salpican el paisaje de esta tierra.
(Mis disculpas si en algún caso he cometido alguna incorrección histórica en esta ficción)
Dedicado a mi padre. En estos días se cumplen 5 años de su ausencia. El carácter jovial de Billy está inspirado en él.
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Cajón de escritorio
Testimonio del piloto Jo Lancaster, descripción detallada de los acontecimientos relacionados con su creciente interés por la aviación durante su infancia y juventud.
Escrito de Geoffrey Shepherd, sobre el servicio en la RAF de su padre, piloto de caza, quien se ofreció como voluntario en 1940.
Bitácora de vuelo del piloto de la Real Fuerza Aérea Canadiense de Patrick Geary
Loose on the wind, escrito en 1994, el documento que contiene una dedicatoria, un poema y una serie de relatos que, en conjunto, conforman las memorias del Oficial Harold Yeoman.
Diario de un aviador de la Segunda Guerra Mundial, un copiloto desconocido del B-17 que desafió las probabilidades.
Refugios
Otras correspondencias:
Me ha gustado mucho. El ejercicio de hacer una capa de ficción sobre otra de realidad parece exigir mucha delicadeza. Enhorabuena.
Siempre seré uno de los copilotos de tu vida si me dejas meu