Frontera
Esta carta forma parte de una serie de notas recogidas tras un viaje a través de la península ibérica por carreteras secundarias, desde Galicia a Pirineos
Tras un pequeño rodeo por tierras francesas serpenteo ascendiendo a través de pueblos de piedra prácticamente idénticos, refugios invernales de la clase media catalana. No es temporada alta así que las calles están prácticamente desiertas.
El alojamiento que reservé aparece sin adecentar. Huele a tabaco, sudor y sexo. Tal vez la encargada de la limpieza y su novio, tal vez dos amantes en una escapada romántica, tal vez un viejo y su prostituta de cabecera pasaron una noche de escándalo y nadie se encargó de eliminar las pruebas. Contacto con el dueño que enseguida manda a una chica para hacer la limpieza requerida. Aún así ya he decidido marcharme al día siguiente y acercarme como tenía planeado a los pies del Aneto.
Mi primer ascenso es al refugio de Molières, que finalmente no lograré alcanzar. El terreno pedregoso se convirtió en laberinto y no logré dar con la ruta más eficiente. En el camino que atravesaba el bosque huellas recientes de oso, seguramente en su camino hacia el río esta mañana.
De Islandia a Pirineos siempre me rendiré ante la inmensidad de los titanes de piedra que dominan este planeta. La montaña es para mí lugar seguro, un refugio. Me siento a buen recaudo ante su aplastante rotundidad. Tierras que los hombres cedieron a los dioses durante siglos, que aún hoy nos cierran el paso y se cobran vidas. Solo el cielo estrellado supera esa manera de enfrentarnos ante la absurda debilidad de nuestra existencia y la infinitud de todo lo que existe. Por eso siempre vuelvo, para que la inmensidad me abrace en su seno, entre la roca y el hielo, y ascender hasta donde las fuerzas y los elementos me permitan.
Llanos del Hospital es un caserón sostenido por grandes vigas de madera, un auténtico templo del montañismo. Acogió a grandes aventureros, conquistadores de ochomiles que se probaban en el Aneto y su cordillera, antes de su baile con la muerte en el Annapurna. Su fotos y sus agradecimientos visten algunas de las estancias del hall.
Al día siguiente de mi llegada al hotel decido ascender el Aneto, con la certeza de que no haré cumbre debido al estado del hielo, mi falta de equipo y mis fuerzas, ya mermadas por rutas anteriores. Me propongo llegar hasta el punto más alto que pueda sin hacer el idiota. Pocas cosas me molestan más que un ignorante inconsciente y es un ignorante inconsciente en la montaña, por eso pongo todo de mi parte para no ser uno de ellos.
Me paro en el refugio de la Renclusa después de navegar un sendero serpenteante. Tras el refugio, un laberinto de roca. No llegaré mucho más lejos de él ya que el hielo es la siguiente frontera y no tengo el equipo necesario. Trece kilómetros de ascenso por delante que no enfrentaré. Quedan horas de luz suficientes para desviar el trayecto hacia un recodo, a un lado de la montaña, que alberga dos lagunas. Lo disfruto a solas hasta que las nubes empiezan a conquistar un cielo hasta ahora despejado. La niebla acaricia mi espalda durante todo el descenso. No es recomendable que te adelante en la montaña. Cada paso duele pero prefiero centrar mis pensamiento en el baño caliente que me espera, un festín en el salón de Llanos y una cama bajo las vigas de madera del viejo caserón.
Habrá tiempo de alcanzar estas y otras cumbres cuando los dioses lo permitan.
En portada: autor desconocido
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