Altiplano
Esta carta forma parte de una serie de notas recogidas tras un viaje a través de la península ibérica por carreteras secundarias, desde Galicia a Pirineos
Atrás quedó la casa, mecida entre colinas, salpicadas de motas de aldea, que siempre han estado ahí, desde antes de inventarse la memoria. Los que han nacido de la tribu que una vez vio llegar a estas tierras a los hijos de la loba, que sobrevivió a reyes y señores y que ahora, sobre las ruinas de lo que fue, seguirán su caminar quedo unos cuantos años más, extrañando a sus herederos, que poco a poco abandonaron estas tierras, tan alejadas del mundo nuevo.
En Posada de la Luna, antigua escuela que fue construida por los hijos del lugar para dar a sus nietos un futuro mejor, hogar de profesores de paso que un día llevaron letras y candil a estas tierras remotas, me recojo entre montañas de roca y vegetación baja. A pocos minutos de la aldea un inmenso embalse, que anegó la comarca y provocó lágrimas de desencanto en los campesinos, se ha convertido en un extraño fiordo mar adentro, visitado por nómadas que esconden sus furgonetas a un lado de la carretera y moteros que, como yo, disfrutan las carreteras olvidadas que serpentean entre la roca y el agua, lejos ya del ruido de las masas.
Bajo al atardecer a una pequeña isla que emerge del olvido, con una ermita sobre su lomo que hoy vuelve a descubrirse al viento tras años en el fondo del embalse. Un pequeño cementerio, lleno de maleza, muerde un pedazo de la construcción, lápidas melladas de almas que quizá ya nadie vivo quedé para recordar. Dejo mi manta y unos víveres en el claustro lateral, tan propio de las iglesias del altiplano, y observo quedo como el sol se diluye mientras una sinfonía de sonidos salvajes se va haciendo dueña del ocaso.
A medida que la oscuridad cubre el páramo líneas de luz y motores quejosos cruzan la carretera a mis espaldas y con su paso cada vez más dilatado empiezo a sentirme un poco más solo. Una soledad inquietante e incómoda que me hace sentir expuesto. Y con ella una revelación: «esto es todo lo que es», solo yo y una inmensidad rotunda y violenta que va más allá de este mundo, que se extiende hacia la infinita noche del Universo. «Esto es todo lo que es», no siento a Dios en ningún lugar y, sin embargo, es suficiente. Esta oscura e insondable noche y nuestra danza sin respuestas ni sentido a través del cosmos. La oscuridad y los demonios que llevamos dentro emana de la piel erizada por el viento.
Salgo en la mañana tras desayunar un té acompañado de la mermelada más deliciosa que he probado nunca. Atravieso la cordillera por una carretera que serpentea montaña arriba hasta un paso en lo alto donde una posada me recibe, antes de iniciar el largo y también sinuoso descenso hacia los llanos. Dejo atrás la montaña y su danza sobre el asfalto y de pronto un mar de pinares me rodea. Bajo la ventanilla para dejar entrar el olor a resina y el alivio de la sombra y su brisa en esta pequeña Alaska que me despereza y me reconforta.
Tras el dominio del bosque me encuentro de nuevo en las tierras áridas de los hombres. Pueblos mineros con sus colinas seccionadas donde gigantescos camiones parecen menguar insignificantes ante la aplastante escala de la roca desnuda, mancillada. Me paro a un lado de la carretera y camino viejas minas ciegas, selladas ya por muchos años, rodeadas de colinas de deshecho, colonizadas hoy del verde y púrpura de flores y hierbas silvestres, pequeñas islas del abandono en el corazón del altiplano, otro lugar que llevaré siempre en mi corazón, una pepita de oro en la memoria.
En portada: Lake George (1869), John Frederick Kensett
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What makes lovemaking and reading resemble each other most is that within both of them times and spaces open, different from measurable time and space.
Italo Calvino, from If on a Winter's Night a Traveler
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Refugios
Otras correspondencias:
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Christian García Bello - christiangarciabello.es